Bueno, vamos a ver cómo lo contamos… Ochenta y tres millones de dólares. Suena a cifra de una partida de póker en el casino de Mónaco, ¿no? Pero esto es más enrevesado que la trama de una novela de Chandler, amigos. Hablamos de Trump, el ex-presidente, el hombre que jugaba al billar con la muerte y a veces perdía, pero esta vez… esta vez parece que se le ha torcido el destino.
La noticia llegó con el frío de la madrugada, con la amargura del whisky barato y el sabor a ceniza de un cigarrillo prohibido. Un tribunal de apelaciones, esos jueces con cara de póquer, confirmaron la sentencia. Ochenta y tres millones por difamación, un precio por el daño causado a la escritora E. Jean Carroll. Maldita sea, la verdad a veces cuesta un pastón.
Dicen que él negó todo, que dijo que era un engaño, una estafa. Lo dijo con la elegancia de un elefante en una cacharrería, claro. Pero la justicia, esa vieja gruñona, escuchó los versos de la acusación, los susurros de la verdad entre botellas de vino añejo.
El jurado, esos anónimos con la sabiduría de la noche, le dieron la razón a Carroll. No es sólo dinero, amigos. Es la reparación de un alma golpeada, una cicatriz en la reputación, un desahucio en el honor. Esto tiene más bemoles que una fuga de Bach, créanme.
Y ahora, la apelación se ha caído como un castillo de naipes en una tormenta. La inmunidad presidencial, ese escudo brillante, no ha sido suficiente para cubrir las huellas de las palabras hirientes. Más triste que la cartera de un yonqui un domingo por la mañana.
El final? Más feliz que el de una película de Frank Capra, eso sí que no. Pero hay una pizca de justicia, un rayo de luz en la noche oscura de la política. Un taxi se aleja con la escritora en la parte trasera, y Trump… pues Trump sigue siendo Trump. La historia, sin embargo, está escrita. Con tinta de tinta. Y un poco de sangre. Y mucho, mucho whisky.