Matanzas, la Isla que Fiebra
Dicen que en Matanzas el aire se hizo denso, que las fiebres subieron hasta el cielo y que los mosquitos, pequeños espectros alados, se volvieron dueños de las noches y los días. No era una fiebre cualquiera, de esas que se curan con un té de manzanilla y un abrazo de abuela. Era la fiebre de la tierra misma, parida por la inmundicia que se amontonaba en las esquinas y por la desesperanza que se aferraba a las casas como el moho a las paredes húmedas. El dengue, la chikungunya, el oropouche, nombres que sonaban a conjuros antiguos, a presagios de calamidad, se apoderaron de la provincia como si fueran dueños legítimos de sus calles polvorientas y sus hospitales vacíos de remedios, pero rebosantes de quejas.
La Caravane de la Piedad
Y entonces, cuando la cosa se puso insoportable, cuando el rumor del mal se convirtió en un grito ahogado que cruzaba el mar y llegaba hasta los oídos del poder, el Ministerio de Salud Pública, ese ente lejano y a menudo invisible, decidió mover sus fichas. Trajeron médicos. Sí, como en los viejos tiempos, cuando las epidemias eran guerras y los médicos, soldados que se embarcaban a territorios perdidos. Mandaron hombres y mujeres de otras provincias, jalones de batas blancas que parecían desembarcar en una tierra olvidada por los dioses. El periodista oficialista, ese que narra los hechos con el brillo adecuado para no ofender al poder, comparó la escena con la gran cruzada contra la COVID-19, aquella que también azotó a esta misma tierra matancera, otrora epicentro de batallas invisibles. Cárdenas, ese municipio que parece haber elegido ser el primer anillo del infierno, volvía a ser el escenario principal.
El Pueblo que Habla
Pero el pueblo, que es el verdadero cronista de las desgracias y las esperanzas, no recibió la noticia con vítores ni aplausos. El pueblo, acostumbrado a la lentitud de los milagros y a la crueldad de las promesas incumplidas, murmuraba entre dientes y escribía en las redes, ese nuevo cementerio de verdades calladas. “¿Y ahora para qué?”, preguntaba una tal Hildolidia Martell, como si supiera que el veneno ya había calado hondo y que los médicos traídos a destiempo eran solo curitas para heridas que pedían amputación. “¿No deberían mandar medicinas para las secuelas, comida en vez de más propaganda?”, añadía, con la amargura de quien ha visto demasiadas veces la misma película. Y otra, Yeina Domínguez, más directa que un rayo en cielo nublado, sentenció: “Mientras siga la cochinada en las calles, no fumiguen y los apagones sean diarios, esto no mejora”. Era la voz de la calle, el eco de la verdad que se negaba a ser enterrada bajo el maquillaje oficial.
La Enfermedad de la Isla
Los hospitales, colapsados como barcos a la deriva, eran el fiel reflejo de la decadencia. La fiebre alta, las inflamaciones que paralizaban cuerpos y espíritus, se extendían por Perico, Martí, Colón y Cárdenas. Y en medio de este descalabro, las brigadas antivectoriales, esos valientes que luchan contra la plaga con uñas y dientes, operaban con menos de la mitad de su fuerza. Solo 777 de los 1.341 trabajadores necesarios. Y la fumigación, esa arma que debería ser implacable, se veía mermada por la falta de equipos. Las autoridades, con la solemnidad de quien anuncia un consuelo pálido, admitían la escasez, el colapso, mientras los propios residentes insistían: la falta de personal no es el nudo del problema. Falta la luz que no llega, el agua que escasea, los alimentos que se esfuman, la infraestructura que se pudre.
El Pretext de los Remedios
La directora provincial de Salud, Yamira López García, con la voz teñida de urgencia oficial, hablaba de escasez de recursos, de un sistema al borde del colapso. Y los ciudadanos, esos que habitan el laberinto cubano, respondían con la sabiduría que solo da la experiencia. “El capital humano no basta. Falta todo lo demás, y ese conformismo nos hunde”, lamentaba una estudiante. “Hace falta electricidad, agua, alimentos, transporte, medicamentos y condiciones higiénicas, no solo más médicos”, resumía un joven, pintando el cuadro de una isla que se ahoga en su propia miseria, mientras las autoridades le recetan placebos.
Y así, en Matanzas, la fiebre persistía, no solo en los cuerpos, sino en el alma de un pueblo que pedía a gritos un país donde la salud no fuera una limosna, sino un derecho. Un país donde los mosquitos no fueran los dueños de la noche, y donde los médicos no tuvieran que ser traídos como quien rescata a náufragos de una tragedia anunciada. La crisis, como un presagio de novela inconclusa, seguía tejiendo su manto sobre la tierra, y las palabras, esas mariposas amarillas que Gabriel García Márquez liberaba de la soledad de la página en blanco, volaban ahora cargadas de la fiebre de Matanzas.