Dicen que en La Habana se han puesto los puntos sobre las íes, o más bien, los topes sobre los precios. Que el gobierno, con la seriedad que le pone un cura a un entierro de madrugada, ha decidido ponerle un corsé a lo que nos cuesta llevarnos a la boca un aguacate, una guayaba o cualquiera de esas bendiciones que la tierra nos regala y que a veces parecen más valiosas que el oro de un pirata.
La gobernadora, doña Yanet Hernández Pérez, ha firmado un papel, un documento que va a ponerle el cascabel al gato, o eso esperan. Hablan de “regular la comercialización”, de “garantizar mayor equidad”. Bonitas palabras, sí, pero en este país a veces suenan a brindis al sol, a promesas de cantina a las tres de la mañana.
La medida afecta a todos los canales, desde los mercados estatales que huelen a naftalina y a esperanza tibia, hasta esos puestecitos de la calle donde la vida se vende al mejor postor. Hasta los carretilleros, esos juglares del asfalto que anuncian el tomate como si fuera la última Coca-Cola del desierto, tendrán que cuadrarse. Y no, no habrá esa complicidad de municipio que a veces salvaba la situación, porque en La Habana, dicen, se mandan los topes desde arriba, como un dictamen del cielo.
Dicen que es para “evitar especulación”, para “proteger al consumidor”. Y claro, nadie quiere pagar el precio de un riñón por un pimiento. Pero uno, que ha visto más inviernos que árboles en el Malecón, se pregunta: ¿Y la escasez, qué? ¿Y los costos del productor, que a menudo se dejan la piel y el alma en el campo? Porque vender por debajo de lo que cuesta producir es como intentar llorar sin tener ojos, una misión suicida.
Los del gobierno juran que esto es el remedio para la fiebre del mercado negro, esa bestia que se alimenta de la necesidad y de la poca oferta. Pero uno ha visto tantas veces este truco de magia, que cuando sacan el conejo de la chistera, uno espera que salga un zapato viejo o un billete devaluado. Porque el cubano, amigo mío, es terco como una mula vieja y astuto como un raposo en gallinero. Si no hay por un lado, habrá por el otro. Y el precio, ese fantasma que nos persigue, siempre encontrará una rendija, una callejuela, un taxi nocturno para seguir su danza macabra.
La resolución, esa letra menuda que trae consigo tantos dolores de cabeza, anula otras más viejas, más desfasadas. Como si uno borrara un viejo amor de un cuaderno para escribir un poema que seguramente acabará en la papelera. Y uno, sentado aquí, con un trago a medio camino y un cigarrillo que se consume lento, se pregunta si esta vez será la vencida, si de verdad veremos los productos a precios que no nos dejen en la ruina. O si será solo otro tango con final abierto, una melodía más para añadir a la banda sonora de nuestra persistente esperanza. Lo que está claro es que la realidad, esa puta vieja y gruñona, tiene siempre la última palabra. Y a veces, la escribe con tinta de whisky barato y lágrimas de madrugada.