El telón de un ciclo se cierra en La Habana con la muerte de Ricardo Cabrisas Ruíz, un hombre cuya longevidad en las esferas del poder cubano es casi un espejo del propio régimen. A sus 88 años, su figura, que se extendió por décadas a través de ministerios y embajadas, se desvanece del escenario político, pero su legado —o más bien, la continuidad de las estructuras que representó— permanece inalterable. La noticia, anunciada con la solemnidad oficial por el propio Miguel Díaz-Canel a través de un mensaje en X, no es solo el registro de un fallecimiento, sino la sutil confirmación de que el poder en Cuba, a pesar de los cambios de rostro, mantiene una inquietante constancia.
Cabrisas, un veterano curtido en el arte de la negociación económica, ocupaba el cargo de viceprimer ministro desde 2019, pero su trayectoria se remonta a mucho antes. Fue ministro de Comercio Exterior por dos décadas (1980-2000), ministro de Economía y Planificación, y una pieza fundamental en las relaciones financieras del país, un negociador que navegó las turbulentas aguas del comercio internacional para sostener un modelo cada vez más asediado. Su última aparición significativa, según se informa, fue en las gestiones para el refinanciamiento de la deuda cubana con el Club de París. Hablamos, pues, de un hombre cuya vida fue un ejercicio continuo de ingeniería financiera para un Estado que se debate entre la supervivencia y la obsolescencia.
La desaparición de Cabrisas, como la de otros notables cuadros del régimen en tiempos recientes, subraya una verdad incómoda: la continuidad generacional en la cúpula no es tanto una renovación como una perpetuación de las mismas familias y las mismas mentalidades. Es la crónica silenciosa de un país que se resiste a la metamorfosis, mientras la sociedad civil y el pulso ciudadano claman por cambios más profundos. La influencia de Cabrisas en la política económica, su rol en la gestión de las relaciones exteriores desde la perspectiva del intercambio comercial, dejan un vacío, sí, pero un vacío que parece estar destinado a ser llenado por otros guardianes del mismo orden establecido.
La muerte de un hombre como Cabrisas nos obliga a mirar más allá de la simple esquela. Nos invita a interrogar la mecánica del poder en Cuba, donde las figuras cambian pero los mecanismos se mantienen férreos. ¿Qué significa esta pérdida para el futuro inmediato de la economía cubana, tan dependiente de negociaciones complejas y a menudo opacas? ¿Podrá su ausencia acelerar o, por el contrario, congelar los precarios acuerdos que buscan mantener a flote un barco que hace aguas? La verdad, como siempre en estos laberintos políticos, se encuentra en las sombras de las oficinas ministeriales, en los contratos sellados a puerta cerrada y en el silencio cómplice de las instituciones.
El régimen, envuelto en su propia narrativa de resistencia y continuidad, utiliza estos momentos para reafirmar la solidez de sus estructuras. El mensaje de Díaz-Canel, con su retórica de “hombre ejemplar” y “dedicación a la Revolución”, es el guion habitual. Pero bajo la superficie de los elogios fúnebres late la pregunta incómoda: ¿quién recoge el testigo y bajo qué términos se seguirá gestionando el presente y el futuro de una isla en estado de emergencia permanente? El fallecimiento de Ricardo Cabrisas no es, en sí mismo, un cataclismo político, sino más bien un eslabón más en la larga cadena de poder que, para bien o para mal, sigue marcando el destino de Cuba. La verdadera incógnita reside en si esta sucesión, tan previsible como inevitable, traerá consigo algún atisbo de cambio o si simplemente se reafirmará la impermeabilidad de un sistema que parece inmune al paso del tiempo y al clamor de su pueblo.