Hay momentos en la historia en que las palabras, usualmente maleables, parecen solidificarse, adquiriendo un peso inesperado, una gravedad que trasciende la mera comunicación. El reciente pronunciamiento de Donald Trump, reconociendo a Rusia como el “agresor” en la guerra contra Ucrania, es uno de esos momentos. Un viraje, ciertamente, después de meses, incluso años, de una ambigüedad calculada, de un silencio o de un discurso que a menudo parecían excusar o minimizar la responsabilidad del Kremlin.
No es la primera vez que la política internacional se debate entre la acción y la palabra, entre el gesto diplomático y la declaración resonante. Pero en este caso, la figura de Trump, con su historial de desafiar las convenciones y su impredecible habilidad para reescribir las reglas del juego, le añade una capa de fascinación casi novelesca. ¿Qué impulsa este cambio? ¿Es una genuina reevaluación de la situación, una concesión a la presión interna o internacional, o simplemente una nueva jugada en su ajedrez personal, donde las piezas no son naciones sino estrategias para afianzar su propio poder?
La observación de Trump sobre las “8,000 bajas” de ambos bandos, con un matiz de “más de Rusia”, es una forma de calibrar la balanza, de reconocer una realidad dolorosa sin por ello abandonar del todo la ambigüedad que lo caracteriza. Es el reconocimiento de una víctima, sí, pero también la constatación del coste humano de una guerra que, hasta hace poco, él parecía ver más como una disputa ajena a los intereses directos de Estados Unidos, o peor aún, como un escenario donde su habilidad de negociador podía brillar por encima de las alianzas tradicionales.
La historia de su administración, marcada por gestos hacia Putin que incomodaron a Europa y a la propia OTAN, nos recuerda que la política exterior no es un bloque monolítico, sino un entramado de intereses, pasiones y, a menudo, contradicciones. Las menciones a su administración “oponiéndose a un voto en la ONU” o “objetando a una declaración del G7” pintan el retrato de una política vacilante, o quizá, deliberadamente polarizante. Su crítica a Ucrania por “comenzar una guerra contra alguien 20 veces su tamaño” revela una visión pragmática, quizás cínica, donde la fuerza bruta y la asimetría de poder parecen dictar la narrativa.
Pero el verano, esa estación de calores y de giros inesperados, parece haber traído consigo una nueva brisa. La “presión creciente sobre Putin” y el “hartazgo de Trump” ante la intransigencia del presidente ruso para negociar con Zelenskyy son los factores que, según se sugiere, han movido el tablero. La frustración ante un conflicto que él imaginaba “fácil de resolver” se transforma en un reconocimiento, siquiera velado, de la complejidad y la terquedad de la resistencia ucraniana. Su autoafirmación de haber “detenido siete guerras” contrasta irónicamente con la persistencia de esta, sugiriendo quizás que su papel de pacificador, de hombre providencial, se ve desafiado.
La mención de la animosidad entre Putin y Zelenskyy, un punto de fricción que él observa con la distancia de un estratega, nos habla de la personalización de la política internacional. Las guerras, en su visión, son a menudo el reflejo de las rencillas entre líderes, y su resolución, un asunto de voluntad y persuasión personal. La mención de “estrangulando a Rusia” a través de sanciones, pero condicionándola a la acción europea, es una muestra de su particular estilo de negociación: una exigencia de reciprocidad, una presión para que los aliados se alineen a su ritmo. La crítica a Hungría y Eslovaquia, por su dependencia del gas ruso y su oposición a las medidas de la UE, subraya la fragmentación y las tensiones internas que la guerra ha exacerbado en el seno europeo.
El discurso de Trump, en su aparente simplicidad, esconde las profundas corrientes de la ambición, el poder y la necesidad de control que mueven el escenario mundial. Su reconocimiento de Rusia como agresor no es una rendición de principios, sino una nueva etapa en la compleja relación entre Occidente y el Kremlin, una relación donde las alianzas se redefinen, las palabras adquieren significados ocultos y la paz, o su ausencia, se escribe en el filo de la navaja de la retórica política. Es, en definitiva, el retrato de un mundo donde la diplomacia se confunde con la estrategia personal, y donde cada declaración, por anodina que parezca, puede ser el preludio de un nuevo acto en la tragedia global.