En Marianao, la noche se rasga
con un clamor que nace del vientre,
cuando la cebolla del hambre duele
y la luz, esa ausencia perenne,
convierte las casas en tumbas oscuras.
No hay paz en las tinieblas,
solo el eco de las calderas,
un repique que es latido de pueblo,
un ritmo que rompe las cadenas
del silencio impuesto y cruel.
Decenas de almas descalzas,
sobre el asfalto que quema,
bloquean la Avenida 51,
un río de gente que reclama
lo que es suyo por derecho: luz, comida, libertad.
El miedo, ese perro guardián del poder,
ladra con uniforme y sirenas,
detiene cuerpos cansados,
pero no apaga la llama que llena
los ojos que vieron la verdad.
El Instituto grita contra la mordaza,
denuncia el golpe, la agresión, el olvido,
cada detención es una herida abierta
en el cuerpo sagrado del ser humano
que exige un destino digno y merecido.
El mandatario, desde su palco de ausencia,
amenaza con la furia del control,
manda a callar los gritos necesarios,
mientras el pueblo, bajo este sol
que a veces no llega, reclama su pan.
Pero el pan de la protesta se hornea,
en cada apagón, en cada sed,
en la memoria que no olvida la injuria,
en la esperanza que se niega a ceder,
en esta Cuba que, descalza, tiene sed.
Las protestas crecen como malezas rebeldes,
más de mil gestos en un solo mes,
un canto que nace de la tierra y la gente,
donde cada apagón enciende la fe
de un mañana más justo y presente.
En Marianao, la noche fue testigo,
de un grito que es sal y fuego,
una melodía de pueblo furioso y tierno,
que busca su pan, su luz, su luego,
su patria libre, su camino eterno.