Bueno, vamos a ver cómo lo contamos… Esta historia huele a sudor, a whisky barato y a la gloria efímera de un ring iluminado. Leonardo “El Zambo” Perdomo. El nombre suena a canción de bolero, a un verso robado a la noche misma. Y la noche, amigos, le ha dado mucho al Zambo.
La noticia llegó con el frío de la madrugada, un telegrama sin flores ni condolencias, solo cifras: 69 segundos. 69 segundos para un nocaut, 69 segundos para escribir otro verso en la épica de este cubano que juega al billar con la muerte y, maldita sea, siempre gana. BKFC 80, el Hard Rock Live de Miami, una arena llena hasta los topes, y él, ahí, plantando cara a Arnold “Bomaye” Adams, un bicampeón al que el Zambo ya le había cantado una serenata de puños en BKFC 78.
Más enrevesado que la trama de una novela de Chandler, esta revancha era un laberinto de golpes, una coreografía violenta donde el cubano se movió con la precisión de un cirujano ebrio, esquivando, golpeando, hasta que el árbitro, con la misma resignación de un camarero frente a un borracho empedernido, decidió parar el espectáculo. Otra victoria fulminante. Otro nocaut en el primer asalto. Ya van nueve. Nueve.
Esto tiene más bemoles que una fuga de Bach, amigos. Nueve victorias consecutivas por K.O. en el primer asalto. Un récord en BKFC, un récord que suena a leyenda, a esa leyenda que se canta en los bares a las tres de la mañana, con la guitarra desafinada y la voz ronca. Y claro, el Zambo, con su sonrisa inteligente, esa que esconde una cicatriz tras cada combate, una cicatriz de guerra, de esas que se curan, pero no se olvidan.
Más triste que la cartera de un yonqui un domingo por la mañana, sería pensar que todo esto acaba aquí. El Zambo no es solo un boxeador; es un poeta de los puños, un bardo de la noche, un tipo que llegó a Miami hace dos años, sin zapatos, y hoy se erige como un campeón. Su victoria es un poema sin rima, un blues con final abierto.
La noticia, pues, es un vaso de ron añejo que te quema la garganta pero te deja un buen gusto en el alma. Un final feliz, como esos que inventa Frank Capra en sus películas, pero con el toque amargo que solo le da la vida real, la vida que uno bebe como si fuera whisky barato, sin medir las consecuencias. La vida del Zambo.