El Silencio de las Linternas
El pueblo de Gibara amaneció con el aliento entrecortado, como un viejo que ha soñado con la tormenta. No fue el huracán el que azotó sus calles, sino un silencio más profundo, más denso que la noche más oscura: el silencio de los apagones, un silencio que se adentraba en los huesos y se anidaba en el alma. Un silencio roto solo por el susurro del mar, distante y ajeno al sufrimiento de la tierra.
El Clamor de las Cacerolas
Muchos años después, frente a la oscuridad impenetrable de sus hogares, los gibareños recordarían aquella noche. Una noche en la que el cansancio y la desesperación, acumulados durante meses de apagones sin fin, se transformaron en un río de indignación. El rumor, primero leve como el susurro de un colibrí, se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta convertirse en el ensordecedor concierto de las cacerolas, un eco metálico que retumbaba en las angostas calles, marcando el ritmo de una marcha nocturna. Linternas de celular iluminaban rostros fatigados, ojos llenos de la amargura que solo la injusticia puede generar.
No eran fantasmas ni espectros, sino hombres y mujeres de carne y hueso, con nombres y apellidos, con historias de vida escritas con la tinta de la escasez y la resignación. Pero esa noche, la resignación había muerto, devorada por la furia de la penumbra. Sus gritos, un canto fúnebre para el olvido, atravesaban la noche: “¡Queremos corriente!”, clamaban. “¿Hasta cuándo?”, susurraban las sombras.
La Poesía de la Revolución
La respuesta, llegada como un susurro apenas perceptible a través del viento, no fue la luz, sino las palabras. Nayla Marieta Leyva Rodríguez, secretaria del Partido Comunista en Gibara, hizo un llamamiento a la calma, un llamado teñido con la retórica solemne de la revolución. “Confiemos en la tremenda Revolución que tenemos, que jamás abandona a sus hijos y guapea en la búsqueda de sus soluciones”, escribió en su página de Facebook. Las palabras, tan llenas de fervor como de vacío, como una promesa susurrada al oído de un moribundo.
Sus palabras, sin embargo, no apagaron el eco de las cacerolas. El silencio de los apagones, roto por el clamor de la gente, no podía ser sepultado por la poesía de la revolución. La televisión local, en un intento por sofocar la llama de la protesta, intentó culpar a “usuarios del exterior” por distorsionar la realidad. Pero las imágenes, grabadas por manos temblorosas con celulares iluminados por la luz de la indignación, hablaban por sí solas.
La Sombra de la Esperanza
Gibara amaneció en calma, según reportes oficiales. La calma del que ha sufrido en silencio, del que ha aprendido a domar su rabia, del que ha aceptado, una vez más, la espera. Pero la calma también alberga la sombra de la esperanza, el brote de un nuevo amanecer. Un amanecer que, tal vez, traiga consigo la luz que no llega de los cables, sino del coraje de un pueblo que ha aprendido a alzar la voz en la oscuridad, a desafiar el silencio con el latido insistente de sus cacerolas. Porque el silencio de las linternas, en Gibara, solo es el preludio de un clamor que aún no ha terminado.