El fragor del combate ya ha resonado, pero la verdadera pelea, esa que se libra en las arenas de la opinión pública y las ambiciones desmedidas, apenas comienza. Lo que inicialmente se presentó como un duelo de guantes, un espectáculo programado para satisfacer la curiosidad del público y alimentar la llama de la rivalidad entre Ovi y Bryant Myers, ha mutado. La victoria por decisión unánime de Myers en Puerto Rico no ha cerrado el telón, sino que ha abierto el escenario para una nueva función, una donde las palabras se erigen como armas y las redes sociales, ese moderno coliseo digital, se convierten en el campo de batalla.
Ovi, el artista cubano, no se conforma con la derrota dictada por los jueces. Desde la tribuna de Instagram, lanza su desafío, una declaración de guerra que no busca noquear en el ring, sino desmontar la narrativa de la victoria ajena. “Tus puños no tumban ni a un desprevenido”, proclama, y con esa frase, despoja de peso y validez a los golpes que, supuestamente, sellaron su destino. No es una simple queja de deportista vencido; es la protesta del hombre que se siente traicionado, no por un adversario que lo superó con honradez, sino por un sistema que, a su juicio, ha fallado.
La acusación de parcialidad es un veneno potente en el caldo de cultivo del espectáculo. Cuando Ovi señala a la “federación que está prestada para ti”, cuando menciona al presentador como “tu primo”, no está narrando hechos objetivos, sino tejiendo la trama de la conspiración, alimentando la duda y preparando el terreno para la revancha que ansía. Es el arte de transformar una derrota en una injusticia, de hacer de la sospecha el motor que impulse una nueva contienda. La comparación con Terence Crawford, si bien quizás una exageración para enardecer los ánimos, es una muestra del deseo de situarse en una liga mayor, de reivindicar un estatus que siente amenazado.
La diatriba, cargada de ironía y desprecio, revela la psicología del artista que no solo compite en talento musical, sino que busca la supremacía en cada escenario que pisa. La defensa de Myers de no haber recibido impacto alguno se convierte, en la voz de Ovi, en una farsa, un teatro de “inteligencia artificial” que desdice la crudeza del combate. El reguetonero cubano, con esa vehemencia que solo la ofensa profunda puede generar, describe un estilo de lucha huidizo, una “carrera” más que una confrontación, socavando la virilidad y la valentía de su oponente.
Pero la esencia de esta disputa, más allá de los golpes o las palabras altisonantes, reside en la ambición. Ovi no solo quiere vengar una derrota; quiere ganar una batalla que trascienda lo meramente deportivo. Anuncia una revancha, sí, pero con una condición: “una pelea en Miami”. Ese escenario, símbolo de la diáspora cubana, de la vitrina internacional, es el verdadero premio. No se trata solo de quién golpea más fuerte, sino de quién capta la atención global, quién se erige como el verdadero campeón en la compleja arena del entretenimiento latino.
El espectáculo, por lo tanto, se ha desplazado del cuadrilátero a la pantalla. La victoria de Myers en Puerto Rico, un hecho verificable, se convierte en el punto de partida de una narrativa mucho más amplia. La bronca entre dos figuras de la música urbana es, en el fondo, un reflejo de las pasiones humanas que mueven el mundo del espectáculo: el ego herido, la sed de revancha, la necesidad de validación constante y la habilidad para convertir cualquier incidente en una oportunidad para brillar, o al menos, para seguir ardiendo en el foco de las cámaras. La revancha ha sido anunciada, no con el sonido de las campanas, sino con el estruendo de las redes sociales, un ring donde las heridas del orgullo son tan reales como los golpes que nunca impactaron del todo.