El Presidente y el fantasma del pasado: la historia de un país que no aprende
Maldita sea la hora en que decidí asomarme al circo político de este país. Uno pensaría que con el tiempo, y las tropezones que nos hemos dado, ya tendríamos el instinto de no volver a pisar el mismo cable pelado, pero no. Aquí vamos de nuevo, con el viejo disco rayado sonando en bucle, ese de los amores rotos y las promesas baratas.
El actual inquilino de La Casa Blanca, tan moderno él, tan él de las redes sociales y el “speech” pulido, se ha topado de bruces con un espectro que creíamos enterrado bajo toneladas de olvido y discursos vacíos. Sí, hablo de esos fantasmas que campan a sus anchas cuando la memoria colectiva se reduce a un eco lejano, a una foto sepia en el álbum familiar del desengaño.
Resulta que el Presidente, en su afán por modernizar el país, o tal vez por pura torpeza de la que tanto sé, ha desenterrado a un viejo demonio. De esos que llevan gabardina raída y huelen a whisky barato y a derrota anunciada. Un demonio que, dicen los que saben, ya se cobró víctimas en otros tiempos, dejando tras de sí un rastro de ceniza y rencor.
Y ahora, el menda lerenda se pregunta: ¿Es que nadie se acuerda? ¿Nadie leyó los libros, o vio las películas, o simplemente escuchó a los viejos contar las verdades amargas mientras se les quebraba la voz? Parece que no. O peor aún, parece que se elige olvidar, como quien se tapona los oídos para no escuchar el grito ahogado de la historia.
Esto tiene más recovecos que la conciencia de un jugador de póker con las cartas marcadas. El Presidente habla de progreso, de futuro, de una nueva era. Pero sus manos, esas mismas que firman decretos y aprietan otras manos en ceremonias oficiales, parecen estar atadas por hilos invisibles, hilos que vienen de un pasado que se niega a morir.
Y mientras tanto, aquí estamos, los de a pie, los que pagamos las cuentas con el sudor de la frente y el corazón un poco roto, viendo cómo la misma película de siempre se proyecta en la pantalla grande de nuestras vidas. Con otros actores, sí, con diálogos modernizados y escenografía de última generación, pero la trama, amigos míos, la trama es la misma.
Es el tango eterno de este país: la promesa de redención que se disuelve en la madrugada, la utopía que se vende a plazos y se paga con intereses de olvido. El Presidente, ese pobre diablo intentando bailar con un fantasma que no le suelta la mano, mientras nosotros, desde la barra de este bar que debería haber cerrado hace horas, solo podemos brindar con un trago amargo. Por los que vendrán, y por los que ya se fueron, que quizás ellos sí entendieron algo de esto. Pero la historia, esa puta vieja y gruñona, parece que sigue aquí, recordándonos que no hemos aprendido nada. Ni un verso. Ni una lección. Nada.