El Sabor Amargo del Nuevo Día
En la tierra de sol y promesas, donde Florida florece
bajo un cielo a veces clemente, a veces cruel,
el precio del café levanta su bandera de guerra,
y la carne, que antaño fue sustento y fuerza,
hoy se vuelve recuerdo en la mesa del pueblo.
Escucho el murmullo en las calles de Hialeah,
un eco de manos que cuentan y se lamentan,
el aroma del café, ese brebaje negro,
que ya no es solo café, sino un grito en la bolsa,
un canto de guerra contra el hambre que acecha.
Las marcas de antaño, La Llave, Bustelo, Pilón,
que traían el sabor de la patria lejana,
hoy se alzan como montañas de oro, inaccesibles,
y quienes envían un pedazo de nostalgia a la Isla,
sienten el doble peso de la distancia y el olvido.
José Pérez, hombre de este suelo, suspira y lo nombra:
“La inflación no se detiene, la promesa se quiebra.”
Y yo, que he cantado a la cebolla, a la arcilla, al pan,
veo en este aumento, en este golpe al bolsillo,
la misma lucha de siempre, vestida de nuevo dolor.
No importa el nombre que se le ponga a la fiebre:
si Biden, si Trump, si el viento del mercado global,
la realidad del pan es una y es el mismo pan,
y su ausencia o su precio exorbitante,
es herida abierta en el cuerpo de la gente.
Los economistas hablan de cosechas, de transporte, de sequías,
de hatos que menguan, de mercados que especulan sin tregua.
Pero yo veo rostros marcados por el sol y la fatiga,
manos que trabajan y sudan por un mendrugo de pan,
y un café que, antes consuelo, hoy es lujo cruel.
Y la carne, oh la carne, ese rojo vivo de la vida,
que se cotiza en dólares que flotan como plumas en el aire,
se vuelve un festín imaginario, una historia antigua.
El precio se dispara, un treinta, un cuarenta y cinco,
un salto al vacío en la cadena de la supervivencia.
El Departamento de Agricultura, con su saber frío,
proyecta un futuro de precios que no bajan,
un horizonte de esfuerzos multiplicados,
y yo, que he visto la dignidad florecer en la escasez,
canto a la fuerza indomable que en cada hogar resiste.
Porque en la mesa del exilio, donde el sabor de la patria se mezcla
con el sudor de un nuevo hogar, con la esperanza tenaz,
la cebolla sigue siendo la lágrima y el aroma,
el café, un abrazo caliente contra el frío de la duda,
y el pan, la sagrada promesa de que el día amanecerá.
En Florida, la lucha tiene el gusto de lo que es necesario,
el sabor de la cebolla picada con amor y con urgencia,
el amargor del café que nos mantiene despiertos,
y la carne, sí, la carne, se volverá canto de victoria
cuando el pueblo, descalzo y digno, la vuelva a merecer.
Porque la belleza no está en el precio que se paga,
sino en la mirada del niño que sueña con un mendrugo,
en la mano que comparte lo poco que tiene,
en la resistencia callada que, como el mar en Isla Negra,
golpea las rocas y renueva su furia y su ternura.
Y así, entre el alza de precios y el aroma del café,
entre la carne ausente y la cebolla presente,
el pueblo de Cuba, regado por este suelo fértil,
sigue cantando su himno de resistencia y de esperanza,
un canto de sal y fuego, un torrente de amor.