En las entrañas de la noche cubana, donde el canto silenciado del apagón ahoga los hogares,
surge una luz obscena, un faro de desprecio que ofende la memoria de los humillados.
Sandro Castro, nieto del mito, heredero de la penumbra y el poder,
desafía la oscuridad que engulle la isla con una fiesta en su bar, un EFE iluminado,
mientras el pueblo, descalzo y sediento, palpita en la tiniebla y en el clamor.
El grito que nace de la garganta del pueblo es salitre y furia,
un lamento por las neveras vacías, por el calor que ahoga la esperanza,
por las calles oscuras donde nacen las protestas y las sirenas.
Y en medio de este lienzo de dolor, Sandro, el rey de la burla,
se envuelve en luces falsas, en una risa hueca, en un falso arresto,
un teatro burdo para el ojo que aún se atreve a mirar la farsa.
"¡Cójanlo suave, que la vida es una!" Su voz resuena,
un eco burlón contra el aire espeso de la miseria ajena.
Sus manos esposadas, un juego macabro, una bofetada
a la dignidad rota de quien lucha por un mendrugo de pan,
por un rayo de luz que no sea la que irradia su privilegio.
Es la cebolla podrida en la mesa del opulento, mientras el hambre devora al desposeído.
En Holguín, en Santiago, en la misma Habana que se ahoga,
las cacerolas suenan como coros de rabia,
las protestas estallan como tormentas largamente contenidas.
Y él, en su burbuja de neón, huele a cebolla vieja, a poder que se pudre,
transformando la tragedia en circo privado,
una ofrenda grotesca a la impunidad que lo cobija.
Ya lo hizo antes, en la noche gélida de su cumpleaños,
con champán importado y deudas inaccesibles para el común.
Ahora, en el teatro del absurdo, se hace el preso,
mientras la Seguridad del Estado aprieta el cuello del pueblo.
Su risa es el fuego que consume la confianza,
la rama seca que se quiebra bajo el peso de la injusticia.
Oh, Sandro, nieto de los sueños rotos,
¿acaso no oyes el rugir del mar que reclama su justicia?
¿No hueles el sudor y el miedo que impregnan la arena de esta patria?
Tu alegría es la herida abierta, tu chiste es la cadena,
y tu "¡Cójanlo suave!" un verso de fuego y desprecio,
una elegía al pueblo que te mira y no te reconoce,
que te ve como el reflejo amargo de una herida universal.